Por: Armando Martí
Para abstraerse de la realidad,
crear una personalidad alterna y experimentar el dualismo de la naturaleza, el
hombre creó las máscaras, como un símbolo de las necesidades, los temores, las
inquietudes y el deseo latente de ocultarse y tener otra identidad. Desde la
prehistoria, el ser humano ha utilizado máscaras para venerar a los dioses y
obtener beneficios de ellos, como la fecundidad y abundancia de la tierra, la
sanación de enfermos y el equilibrio entre las fuerzas del bien y del mal.
Muchos pueblos primitivos han
hecho uso de estos objetos sagrados en ceremonias religiosas, al invocar a
espíritus, deidades malignas y seres mitológicos, prestando su cuerpo como un
medio para canalizar energías elevadas y misteriosas. Así lo plasmaron
diferentes regiones del África, donde empleaban ésta ornamentación en los
funerales, con el fin de honrar y conectar la fuerza vital del muerto al
espíritu universal, un lazo entre dos dimensiones que intercedía a favor de la
comunidad, a través de sacrificios y ofrendas.
Por otra parte, los aztecas
atribuían poderes mágicos a las máscaras y eran una protección para los muertos
en su viaje al otro mundo, acentuando sus rasgos con piedras preciosas
dependiendo del rango social. En la selva amazónica de Perú, Colombia y Brasil,
algunas tribus elaboran estas piezas en madera, decoradas con plumas y
semillas, inspirada en los personajes de sus leyendas. Así mismo en Estados
Unidos y Canadá, los nativos tallaban estos instrumentos del tronco de un árbol
vivo, al cual le pedían permiso para su confección, cuando obtenían el
consentimiento, ofrecían tabaco en señal de agradecimiento, danzando alrededor
para aumentar el efecto del espíritu en la máscara.
También en Nueva Guinea los
nativos utilizaban estos objetos en forma de lechuza para cuidar a los niños y
en Costa de Marfil, en la noche se llevan a cabo reverencias a los vivos y
muertos, con caretas en forma de cocodrilo con cuernos de antílope para
armonizar la relación.
En la vida diaria, consciente o
inconscientemente, nos ponemos máscaras para crear la ilusión de lo que
queremos hacer ver a los demás, pero ¿qué tratamos de aparentar o esconder? La
mentira es más antigua que las palabras, las especies se camuflaban para
sobrevivir a los ataques del enemigo, una característica que el hombre adaptó a
su conveniencia. Ocultarse fue un mecanismo para encubrir la vergüenza, la
culpa y el miedo al rechazo, al fracaso, a los compromisos emocionales y las expectativas
familiares y sociales, que nos impiden ser auténticamente quienes somos. A
continuación, algunas de las máscaras que se utilizan con mayor frecuencia:
1.
Indiferencia: Aparentemente nada le
importa. No se conmueve ante lo que ocurre alrededor o lo que los demás
digan o hagan.
2.
Chiste: tiene la habilidad para
hacer ver que todo es alegría. Se ríe, se burla y todo parece que fuera
superficial y jocoso.
3.
Agresividad: constantemente se
defiende ante el ataque de los demás, agrede a las personas, es autoritario e inclusive
puede llegar a generar miedo, pues impone a la fuerza sus ideas.
4.
Yo no fui, yo no sé: nunca
sabe nada, hace las cosas y aparece como ingenuo e inocente, culpa a los demás y
nadie puede cuestionarlo porque se las arregla para presentarse como una víctima.
5.
Crítico: no está de acuerdo con
lo que otros dicen y hacen, siempre cuestiona a los demás. Aparece como un
sabelotodo y desde esa orilla desvaloriza todo a su alrededor.
6.
Confundido: nunca toma decisiones
porque dice no estar seguro. Cambia permanentemente de idea y de posición, sin
saber que rumbo va a tomar.
7.
Pesimista: Visión catastrófica de
todo, siempre vive pensando que lo peor vendrá, que nada es posible, que
es mejor no hacer nada porque igual saldrá mal.
8.
Popular: siempre
minimiza a los que lo rodean, hace creer a los demás que todos deben
comportarse a imagen y semejanza para ser aceptados. Se burla de aquellos que
son diferentes y no se someten a sus exigencias.
Las máscaras tienden a resquebrajarse
cuando la vida nos conduce a situaciones impredecibles, estresantes o fuera de
nuestro control, que nos enfrentan a la pregunta esencial: ¿quién soy yo?
Conocerse a uno mismo es quizás una de las tareas más difíciles pero
gratificantes que tiene el ser humano, para encontrar la libertad y
experimentar el amor incondicional al aceptarnos tal y como somos.
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